3.1.11

Novela inconclusa: Capítulo 1, Parágrafo 2


       Están todas empezadas. La constatación podría haber sido previsible: el reloj de la videocassettera compone en dígitos fluorescentes las doce y treinta y cuatro; al lado de los números, una a y una m, bastante más pequeñas, apenas se distinguen desde la cama. Son alrededor de diez las películas que están empezadas, y la secuencia es tan vertiginosa que capta casi como una muestra sincrónica el desfile de unas diez imágenes, el lerdo curso de diez historias. El vitreaux no cuenta con los medios técnicos para desplegarse en el espacio, así que se despliega en el tiempo; primero, en orden ascendente, después, y siempre con el parpadeo de una colisión que se evita con un movimiento brusco, diez entes –caras, umbrales, manos, pistolas– saltan en orden descendente la soga furiosa de los canales.
       Salvo por la luz biónica del televisor, que hace avanzar entre empellones y detiene en seco todo movimiento, el cuarto está a oscuras; las persianas, levantadas hasta el tope, cumplieron por la tarde el ritual higiénico de darle entrada al sol y a todo lo benéfico que pudiera aprovecharse del afuera, y ahora parecen dejar paso a lo que viene de adentro, los vidrios de la ventana reflejan los asaltos de luz sobre un fondo despejado y negro, y el cielo no es más que otra pantalla, un lienzo dispuesto para soportar cualquier proyección.
       Julieta sostiene el control remoto con las dos manos, como si le pesara. Tal vez verdaderamente le pesa. Deben ser entonces –pocos más, pocos menos– unos treinta y cuatro minutos los que están perdidos. Pero igual siempre es así, siempre se pierde el comienzo, aunque las agarres desde los títulos. Probablemente es éste el momento en el que Julieta empezó a pensar estas cosas, si bien nunca se puede saber exactamente cuándo empieza lo que empieza. En el teatro pasa lo mismo: cuando el telón se levanta, uno tiene que hacer de cuenta que hace tiempo que está en el escenario, y que el escenario no es un escenario, sino el lugar donde uno vive, “la dimensión donde uno existe”, como dice Brocca. Y es cierto que uno existe desde antes… ¿Pero desde cuándo exactamente?, parece estar por preguntarse Julieta. Y tal vez en este preciso momento efectivamente se lo esté preguntando, aunque no nos consta que esté usando ninguna palabra.
       La puerta de la habitación está cerrada. Por el agujerito de la cerradura se puede llegar a ver el milimétrico recorte de una luz que llega ya anémica desde el otro extremo del pasillo. También podría oírse, si el volumen del televisor estuviera más bajo, el crujido con el que el parquet delata, entonces para nadie, el peso de la vacilación con el que se acercan unos pies descalzos, y ahora, apenas unos segundos más tarde, el propio sonido desenmascarado de los pies ya decididos, que desandan sus pasos y se pierden a mitad del pasillo para entrar en el baño. Pero Julieta no escucha ni siquiera el ruido que hace la puerta del baño, un ruido declarado y puro, porque quien la cerró aparentemente iba apurado y no pudo detenerse a contener el golpe.
       Ahora la puerta del baño también está cerrada, y adentro, Cristina se enfrenta al espejo. Ha tenido que apoyar las manos sobre la mesada del vanitory para dominar algo que había empezado a treparle por la cara, un hormigueo caliente, un zumbido, la debilidad de un desmayo que ahora, con los pies en las baldosas y las manos en el mármol, parece que se va retirando de a poco.
       Una gota de agua cae y cae, una y la misma, repetidamente. No hay nada que hacer, por más estrafalarias que sean, por más caras, carísimas que sean, por más cromadas, monocomando, ergonómicas, aerodinámicas, hipoalergénicas, por más modernas que sean, las canillas siempre terminan perdiendo. Eso no hay quién se lo discuta a Cristina, ella conoció muchas. Pone un dedo debajo, y espera a que la gota lo golpee tres o cuatro veces antes de llevárselo a los labios. Había sentido sed, y la gota la sació casi en exceso. Una de las manos sigue todavía aferrada a la mesada; ahora la deja caer al costado del cuerpo, los pies quedan un instante sorprendidos por el retorno del peso, dan un paso hacia adelante buscando recomponer el equilibrio, y a Cristina le parece sentir que su vientre se bambolea como una bolsa llena de agua. Se levanta el camisón y se mira la panza. Es un gesto automático y desafortunado.
       Julieta deja caer las manos. En el canal 21 están dando “Cuando Harry conoció a Sally”, y está por llegar la escena en la que Meg Ryan finge un orgasmo en el restaurant. No, todavía falta.

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