3.1.11

Novela inconclusa: Capítulo 1, Parágrafo 3


       Hace siglos, veinticuatro años hubieran sido muchos; hace un par de décadas, pocos; pero ahora, cómo decirlo, ahora, si bien no son suficientes, ya pueden, sin embargo, ameritar perfectamente el reproche de perdidos. Y de ese tiempo, no es despreciable el porcentaje que Emma dedicó, primero, a sentarse enfrente de una hoja en blanco, después, enfrente de una pantalla (porque ese tiempo fue justamente el de la transición, el del traspaso de poderes del papel al microchip que el mundo había esperado sentado, y sentado había visto llegar). Y a lo largo de esas horas perdidas, Emma se había topado ya una y mil veces con esa clase de hendiduras, esas grietas que malogran aquí y allá todo intento de fraguado. Tal vez nos repetimos si decimos que Emma está convencida de que esas resquebrajaduras se producen sólo a falta de un buen continente, y entonces las horas se fueron perdiendo en la búsqueda, si no del continente, del modo de encontrarlo.
       «Ella sabe que antes, antes del antes del antes de esa nada testaruda, hubo otro modo», y no peca de humilde, sólo miente. Pero no pretende escribir un diario íntimo, esa farsa que también miente pero se postula verídica, así que Emma es completamente sincera cuando escribe –de un modo, es cierto, repugnante– la mentira de aquel olvido con el que intenta evadirse de cualquier visillo autobiográfico. Y sin embargo recordemos que está detenida, que la frase quedó al borde de una hendidura, desde donde echa de cuando en cuando aburridos vistazos, unas veces a Emma, otras veces al condenado precipicio.
       En realidad, son tres los modos que Emma llegó a concebir. Claro que nunca les dio una formulación muy precisa, y como la frase repugnante, ninguno de los tres alcanzó más que una consistencia cenagosa, son tan sólo como tres montículos de una materia dudosa y húmeda que fueron dispuestos en fila, y que al escurrirse, confundieron sus bordes.
       Es más que factible que haya sido cierta tradición cultural, ignota pero eficiente, la que no le sugirió sino le impuso, el primero de los modos y la reivindicación de ser el único. Es sabido que la tradición propugna esta máxima: todo lo que vale la pena, cuesta trabajo, y como corolario, propicia la inferencia que juzga evidente: el trabajo siempre es penoso; y para que la enseñanza llegue incluso hasta los más cortos, propone también, como esclarecedora síntesis, la negación de su viceversa: lo que no cuesta, no vale.
       Emma, como tantos otros, difícilmente habría podido escapar al golpe de semejante tradición, seca y contundente como un mazazo. Pero por lo menos había logrado hacer de ella otra cosa, algo húmedo, que chorrea, algo blando, que casi no duele. Cientos de veces se había imaginado a sí misma capaz de permanecer durante horas –y quizás indefinidamente– en un estado de absoluta disposición; colgada incluso del estribo de un colectivo, se había visto llegando a casa sin la más mínima señal de fatiga, abrir la puerta, guardar el abrigo en el ropero –esta fantasía siempre le pareció más completa en invierno–, calentar un café, y entonces encontrarse todavía con el contador en cero, la pantalla en blanco, los dedos despiertos, el cerebro generando mil tentativas entre las cuales una, por mera probabilidad estadística, daría al fin en la tecla.
       Pero ese estado no llegó a concretarse nunca. No, al menos, con la duración suficiente como para merecer el estatuto de verdadero estado, sino tan sólo, y con suerte, como la fase inicial, indefectiblemente fugaz, en el proceso del cansancio. De modo que, con el tiempo, Emma empezó a descreer, no del estado de absoluta disposición, sino de su manera de entenderlo. Llegó a pensar –y este pensamiento fue la cuchara de la que se desprendió el segundo montículo– que en vez de estar dispuesta a hacer, podía tratarse en cambio de estar disponible a lo que ya estaba hecho. No sabía exactamente qué podía significar eso, pero una vaga intuición la había aproximado a la idea de una apertura, de una vacancia, de una receptividad sin resistencia alguna y sin interferencias, y entonces –llegó a imaginar– el suceso, el milagro de la transmisión, una voz irrumpiendo desde lo más recóndito de la conciencia, o desde cualquier otro lugar remoto, una voz que le dictaría en secreto el orden, el molde, la disposición ya convenida, las palabras que aguardaban desde siempre el nacimiento del escriba, o más exactamente, la conclusión del período preparatorio, alfabetizador y mundanamente inicial, de la escriba elegida.
       Sin embargo, las horas habían vuelto a transcurrir sin que nada pasara. De vez en cuando una frase, huérfana, impostora o irremediablemente trunca, había llegado a alimentar por un rato la ilusión. Nada más. Y la espera fue tan consecuente aunque tan poco fructífera, que Emma terminó por olvidar lo que esperaba, y sin embargo, retuvo la prescripción de esperar. Y esperó, entonces, echando partículas de espera una sobre otra, formando así el más alto de los tres montículos, el tercer modo: la simple y cotidiana espera, la irresoluta pero igualmente firme confianza en la postergación.
       Aunque ahora que falta poco para que Emma note el desgaste de este tercer promontorio, tal vez el modo que, según escribió, intenta reintegrar a la disponibilidad del recuerdo, no sea otro que el segundo, el que conservaba el sentido de la espera. Y quizás entonces Emma no está mintiendo, y aunque a fuerza de un trabajo que en cierta medida parece cumplir con el mandato de la tradición, intenta resistir a la corriente de la inercia para no escribir un diario íntimo, aunque rema y rema, por el momento, al menos, no consigue escribir otra cosa.
       Sea como sea, la frase le sigue pareciendo repugnante. Y decide, como si temiera olvidar más tarde su repugnancia, resaltarla en amarillo. El mojón de una franja fluorescente señaliza ahora la ubicación de la hendidura. Emma se siente bastante satisfecha con la precaución, en paz con su conciencia, para decirlo de alguna manera, y la maniobra parece idéntica a la del operario de una empresa de servicios públicos que, ni más llegado al área de trabajo asignada, se puso a romper con cierto placer la vereda, y en eso está cuando de pronto se da cuenta de que olvidó observar una importante indicación del reglamento, entonces detiene su tarea para enmendar la omisión y pone, al borde del foso que cavó, el cartel con la consabida leyenda: «Sepa disculpar las molestias. Estamos trabajando para usted».

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