3.1.11

Novela inconclusa: Capítulo 1, Parágrafo 1

       «Recapitulemos. Hagamos una síntesis, un esquema, algo que ordene el vacío. Hace tiempo que tropiezo con este amontonamiento vacío. La nada se repite como una única letra que se imprime sobre sí misma hasta agujerear el papel.» 
       Enciende un cigarrillo y suelta la primera pitada con un soplido exhaustivo. Una nube cilíndrica y turbulenta, como un tronco añoso, se estampa contra el muro de la pantalla y se parte en dos; las letras bailan unos instantes detrás del humo; fugándose a ambos costados del monitor, las volutas dibujan unos cuantos arabescos antes de perderse en la oscuridad. La mirada de Emma se pasea de un margen al otro, sin perseguir las volutas y sin leer; finalmente se posa sobre el espacio todavía en blanco: «Fue así todo este último tiempo –tecla, tecla, tecla–, pero yo sé que antes, antes del antes del antes de esta nada testaruda, hubo otro modo que» que… que… –está al borde, en la orilla, con los dedos suspendidos sobre el teclado, la espalda curva, al acecho. El “que” la asusta de pronto, lo borra con tres golpes –tecla, tecla, tecla– y lo sustituye por un punto. «Fue así todo este último tiempo –tecla, tecla, tecla, pero yo sé que antes, antes del antes del antes de esta nada testaruda, hubo otro modo.»
       La noche es una circunstancia astral, pero también un decreto. La persiana amontona sus tablitas sobre el descanso de la ventana, dándole a la clausura un aspecto desmesurado y ridículo, como el de una camisa que incluso arremangada nos queda larga. Sólo en la parte de arriba las tablitas conservan cierta mínima distancia, dejando que entren algunos botones de una luz intermitente y pálida, el cartel de neón del garaje de enfrente, o tal vez sólo los faros de los autos siguiendo una caprichosa trayectoria reflexiva.
       Emma se deja caer sobre el respaldo y estira las piernas. Una nueva pitada se escapa muy lentamente de su boca; sin más propulsión que el aliento, la nube es esta vez compacta y estacionaria, flota sobre la lengua y se deshila poco a poco al rozar el filo de los dientes. Ya aliviada del susto o quizás todavía para aliviarse, vuelve a plegar las piernas, sube los pies al asiento y se pone a abrir las hebillas de las sandalias. Ahora sostiene el cigarrillo en la boca, sin pitar, y el humo brota sólo de la brasa, le acaricia la cara con torpeza y la obliga a entornar los ojos. El humo, ahora, nace y muere virgen. Dos espesos mechones de pelo oscuro caen a un lado y al otro, pegados a la cara. Los meñiques giran para engancharlos detrás de las orejas. Las manos trabajan bilateral y simultáneamente sobre las dos hebillas, los dos mechones, las dos orejas, y una vez terminada la disposición de lo par, Emma duda un instante antes de agarrar el cigarrillo. Finalmente lo hace con la diestra. Entonces lee: «Recapitulemos. Hagamos una síntesis, un esquema, algo que ordene el vacío. Hace tiempo que tropiezo con este amontonamiento vacío. La nada se repite como una única letra que se imprime sobre sí misma hasta agujerear el papel. Fue así todo este último tiempo –tecla, tecla, tecla–, pero yo sé que antes, antes del antes del antes de esta nada testaruda, hubo otro modo.»
       Una mueca le contrae un costado de la cara y barre con la simetría, deformándole el alivio. Los pies bajan de la silla, desanimados. Emma niega con la cabeza hasta que la conclusión se desprende como un piojo: Parece un diario íntimo.
       El párrafo la mira impertérrito desde la pantalla. Ella también lo mira, con los ojos fijos en la primera palabra. La medida, sensata, cae entonces por su propio peso y se impone como una urgencia: Saquemos ya la primera persona. El torso se inclina de nuevo hacia delante (¿…saquemos?); las manos se abalanzan sobre el teclado, abochornadas (¿…recapitulemos? ¿y de dónde sale el plural?); el mechón derecho se zafa de la oreja y se derrumba sobre los ojos. Hace calor. El índice izquierdo acaricia la efe ya con cierto nerviosismo, el derecho aguarda rígido sobre la jota; ninguno de los dos parece dispuesto a abandonar su posición. Entonces es la boca la que tiene que ocuparse esta vez del percance: el labio inferior se estira y forma un balcón para orientar la curva de aire y un nuevo soplido, esta vez sin humo, logra despegar el pelo de los párpados.
       Emma lleva el cursor hasta la sangría y empieza a corregir: «Se sentó por fin a recapitular. Una síntesis, un esquema, algo que ordene el vacío. Hace tiempo que tropieza con ese amontonamiento vacío. La nada se repite rutinariamente como una única letra que se imprime sobre sí misma hasta agujerear el papel.» Borra “rutinariamente” y continúa: «Fue así todo el último tiempo –tecla, tecla, tecla–, pero ella sabe que antes, antes del antes del antes de esa nada testaruda, hubo otro modo… –borra el punto, temeraria– …otro modo que ahora intenta reintegrar a la disponibilidad del recuerdo».
       Vuelve a reclinarse sobre el respaldo y relee. El agregado le parece repugnante, pero se resiste a borrarlo. Evidentemente, algo en ella se empeña en poner ahí un “que”, y algo también –otra cosa, un presentimiento, otra especie de fuerza, despótica pero protectora– parece estar queriendo hacerle entender que ese incluyente la conduciría por un camino que traspasa cierto tabú; no cabe duda de que es el choque, la recíproca repulsión de las dos fuerzas, lo que cada vez la traba en el vacío o la desliza hacia el error, igual que cuando dos imanes se enfrentan por las caras del mismo polo. Emma acaba de encontrar ahí una de esas hendiduras que son incohesibles, pero no quiere aceptarlo y, todavía a estas horas confía en que, más tarde, descubrirá algún modo de intercambio, el punto de encastre, o quién sabe, tal vez un adhesivo lo suficientemente fuerte.
       No es la primera vez que llega a una orilla como ésta. Y sin embargo, la experiencia de la imposibilidad, una y mil veces repetida, no alcanzó todavía a consumir –lo cual es casi un prodigio– la confianza que Emma tiene depositada en la postergación, ese último recurso que, en virtud de cierto olvido o de cierta distorsión del recuerdo, Emma considera el primero. Es probable que la inversión de confianza haya sido verdaderamente grande en los comienzos, razón por la que tarda en agotarse. Pero no falta demasiado para que por primera vez Emma se dé cuenta de que ha ido reduciéndose con el correr de los años, desvirtuándose con el uso y el abuso, y que lo que en su tiempo fue una confianza ciega, en realidad ahora no es más que una miope esperanza. La cantidad y la calidad muchas veces se intersectan y cavan agujeros de esta clase, por donde poco a poco lo sólido se va escurriendo y lo líquido se evapora.
       Pero en este momento Emma aún no quiere percatarse de la merma. Mira la frase con ojos de desafío, Repugnante, definitivamente repugnante… pero provisoria. No vas a durar mucho, y ni siquiera cede en confesarse la pereza, mucho menos la impotencia; ahora hace uso para consolarse de una frase tan o más reprobable que la reprobada, una perogrullada irreflexiva: Sólo es cuestión de tiempo, se dice, pero en el fondo actúa como si la cuestión no fuera de tiempo sino del tiempo.
       La idea parece ser ésta: sólo hay que dejar transcurrir delante de la pantalla las horas que hagan falta, que antes o después –pero más bien después que antes– la frase, ahora voluble, ahora evanescente, terminará por precipitar y cuajar perfectamente adentro de su molde. No cabe ninguna duda –o Emma no le hace sitio– de que en la unión de un número finito de puntos del cosmos discursivo, aguarda el polígono que erige las paredes del molde de esta frase. Que esta repugnante deformidad que por el momento ostenta su precaria victoria sobre la forma, finalmente va a darse por vencida, finalmente va a conformarse. Una horma, única y precisa como una dentadura, le está destinada, sólo tiene que encontrarla. ¿Pero quién?
       Los dedos de Emma se deslizan suavemente por el laberinto que sitia los botones del teclado, ese remanso vacío de letras que circunvala las letras, sabiendo de antemano que no es éste el momento, y que ni siquiera va a ser ésta la noche, en que la frase coagulará por fin en su combinatoria. Tímidamente agarrado al techo, el ventilador rota sus aspas con una lentitud desvergonzada; Emma, sumergida en el calor de abajo, no se decide por ninguna de las teclas. Si le preguntáramos, probablemente diría lo contrario, pero la verdad es que todavía no tiene prisa. Y eso que ya está por cumplir veinticuatro años.

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