19.8.10

Novela inconclusa: fragmento 1

Una torre de ceniza se desmorona sobre el teclado. Emma tarda unos segundos en encontrar el cenicero en el desorden de la mesa. Le había puesto encima la caja de un disco para tapar el olor rancio de las colillas. Apoya la caja sobre una taza, arrima un poco el cenicero, apoya el cigarrillo. Después sopla sobre las teclas. La oscura superficie de la mesa, espolvoreada de ceniza, toma un aspecto marmóreo.
«El vacío había tenido, entonces, un antes-antes» –retoma–. Punto. «Y había sido –creía– el de la secuencia:». Reemplaza los dos puntos por uno solo. Respira hondo y escribe a continuación: «Una letra al lado de otra letra, una línea abajo de otra línea, una página entera, y otra, y otra», al final de lo cual las manos, exhaustas, aturdidas, resbalan por las teclas hasta desbarrancarse de la mesa y caer sobre la falda. Ahora se reclina de nuevo hacia atrás, pero esta vez cautelosa, sigilosamente, como si presintiera cierto peligro; la espalda entra apenas en contacto con el arco conciso del respaldo cuando el peligro cierto y su resorte, el rebote de la angustia, la dispara otra vez hacia adelante con su descarga paroxística; un golpe que pareció brotarle del pecho, o quizás del vientre, irradia hacia las piernas y los brazos; los pies se despegan bruscamente del piso, los hombros se estremecen; movimientos parásitos, reflejos, contagiados, reverberan en torno de las manos, la verdadera fuente del apremio (en realidad son los dedos los que corren: regresan al teclado para poner un punto). Punto. El índice ejecutor ha sido finalmente el de la diestra –la que asume la tarea casi siempre que se trata de una cuestión impar–; mientras tanto la zurda, aún más exhausta y aturdida que antes pero quizás también consciente de la redundancia, ha vuelto a dejarse caer, esta vez a un costado de la silla. Relee por primera vez en voz alta, tal vez para terminar de aplacar la urgencia, paladeando la entonación descendente con la que el punto viene a desmentir todo asomo de desesperación: «Una letra al lado de otra letra, una línea abajo de otra línea, una página entera, y otra, y otra.».
Su voz suena áspera en el silencio de la noche. Como la desgarradura de una tela. Una especie de eco demora la sutura del silencio enredándolo en las hebras de una voz –una voz que ya no es la suya–. Un murmullo lleno de palabras –un fonema después de otro fonema, inmediatamente después otro, y otro, y otro, pero en una compresión que arrasa con todo rasgo diferencial, con todo intervalo–. Un desasosiego extraño –aunque no inédito–, que dura hasta la irrupción del sobresalto: de repente se acuerda que Manuel duerme. Y entonces el sobresalto desemboca en el miedo de haberlo despertado, o más bien en el de haber olvidado que él estaba durmiendo, ahí atrás, ahí mismo, tan cerca de ella, y a pesar de la luz –¡pobre ángel…!–, y a pesar del tac-tac-tac de las teclas.
Gira la cabeza y lo busca más allá del exiguo radio de la lámpara: ahí está, tumbado boca arriba, con la mitad del torso fuera de las sábanas y el antebrazo derecho sombreándole aún más la penumbra de la frente. Duerme mi amor, llega casi a pronunciar, y es tan bonito… Ya no hay murmullo ni nada, sólo él en su postura más majestuosa. Es más elegante cuando duerme que cuando está despierto, piensa, no ronca ni se babea, ni se enrosca como una serpiente: sólo reposa. Se queda viéndolo un buen rato, yendo y viniendo con la mirada del vello de la axila al del pecho, rojizos aún en la sombra. Manuel persiste en su posición: en efecto, aparentemente duerme. Emma endereza la cabeza; de nuevo de frente al escritorio, apoya los codos sobre la mesa, engarza la cara entre las manos y estaciona la mirada en la nuca de la lámpara.
La lámpara del escritorio tiene un cuello flexible y una pantalla cónica que ella mantiene orientada hacia la pared como si la tuviera permanentemente en penitencia. Odia la luz directa. Así de espaldas, la lámpara irradia sólo un halo fluorescente en el perímetro de la pantalla y parece la cabeza de un santo. Es un astro que produce su propio eclipse, había dicho Manuel una vez, estando de buen humor, y a Emma le había disgustado profundamente la idea. Ella prefiere acomodar ahí una semejanza con las plantillas de cartón que usaba cuando era chica para adornar su cuaderno de clase. El procedimiento era sencillo: unos cuantos trazos furiosos bastaban para que la punta de la mina del lápiz se deshiciera como una zanahoria contra un rallador, luego se recogía el polvito con un pedazo de algodón y se lo esparcía en los bordes de la plantilla. La clave del éxito residía en la producción de la plantilla misma, en la calidad de su diseño y en la precisión de su recorte. Emma había llegado a perfeccionarse de una manera envidiable en ese artilugio, consiguiendo formas cada vez más sofisticadas. Nubes algodonosas, muñecas con trenzas, soles, estrellas, lunas menguantes, cabezas de conejo, margaritas, apariciones que habían ido dejando la marca de su desaparición, su negativo: una vez retirada la plantilla, un aura difuminada brotaba del vacío componiéndole un contorno, cientos de siluetas fantasmagóricas se engendraban así llenando el cuaderno de colores –y de ausencias–. De modo que la lámpara es como una plantilla de cartón, no un astro que se eclipsa a sí mismo, había refutado Emma. Y afortunadamente son contadas las ocasiones en las que Manuel la da vuelta. Aunque se queja casi todos los días de la falta de luz, es muy raro que tenga esa clase de iniciativas. Una que otra vez, sin embargo, tomó cartas en el asunto “iluminación de la casa”; ocasiones que pasaron para él como intervenciones fugaces, rápidamente olvidadas, mientras que para Emma introdujeron desarreglos lamentables y permanentes.
El único ambiente está repleto de lámparas, pero es cierto que la acumulación no suma una gran potencia lumínica; la favorita de Emma, petisa y con la pantalla anaranjada en forma de flor, ni siquiera está enchufada porque no alcanzan las tomas. La había comprado en uno de esos negocios de Palermo Soho, muy new age, muy lounge, e irresistiblemente retro. Le había salido carísima. ¿OT-TRA LÁMpara, …mi amor? –recuerda perfectamente que él había agregado el vocativo tratando de distender su entonación crispada. Ella se había quedado detenida con la lámpara en la mano a medio desenvolver; su corazón había dado un golpe tan fuerte que le había dolido el pecho. Tal vez había hecho un breve pucherito con la boca, o con los ojos, de eso no se acuerda muy bien; tal vez habían sido sólo los jirones de papel amarillo, colgando tristemente del pie en forma de tallo, los que habían conseguido conmoverlo y disolver la crispación en un aire sereno y razonante. No, bueno, está linda… ¿pero dónde la vamos a meter? Negrita, date cuenta que ya no hay ni superficies donde apoyarla ni enchufes donde enchufarla. Si seguimos agregando triples a los triples, un día de estos se nos va a prender fuego todo… El cigarrillo se consumió por su cuenta; inclinado sobre el cenicero, un esqueleto cilíndrico testimonia una cremación respetuosa de las formas. Lámparas y zapatos, lámparas y zapatos –había reanudado la queja otro día–, necesitaríamos un departamento entero sólo para poner tus lámparas y tus zapatos… Bueno, creo que con un ambiente más alcanzaría… –le había contestado ella sonriendo, sin malicia, con la única intención de denunciar la exageración. Pero él lo había escuchado como un reproche. La miró fijo un momento, con una amenaza indecisa, y enseguida descompuso la cara en un gesto amargo. Emma no puede soportar ese gesto de Manuel, y hace malabares para evitarlo cada vez que lo ve venir en una discusión. Pero aquella vez no lo había visto venir, y entonces de nuevo el corazón le había punzado el pecho. La cuestión es que había habido que optar, pero la opción había sido al principio otra. Durante un tiempo, la flor anaranjada le había usurpado su sitio al velador de pantalla blanca. El velador es simpático, pero común y corriente, y a Emma le había parecido evidente que, de tener que sacrificar alguno de los artefactos, el velador de pantalla blanca implicaba la renuncia más sencilla. Convengamos que la lámpara naranja es sólo de adorno, no alumbra un carajo, había empezado a decir él un tiempo después, tan cansado como siempre de tantear las cosas como un ciego, en uno de esos erráticos días en que lo atacaba cierta urgencia por actuar. La flor anaranjada estaba encima de la cómoda y francamente no iluminaba más que la brasita del cigarrillo. Nunca puedo estar seguro de si agarré dos medias del mismo color, Emma, enchufemos esta otra, si total es un adorno, la dejamos igual, pero desenchufada. Sí, es un adorno, un adorno luminoso, pensó ella, pero no protestó.

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