19.8.10

Novela inconclusa: fragmento 2

         Siete. Son siete las nubes que ocupan la ventana. Y ni una de lluvia. El sol se las arregla sin problemas para atravesar los siete copos, y para colmo deja en cada uno su rutilante marca triunfal. El cielo está hoy encendido y pretencioso. Más o menos fue eso lo que pensó Emma después de revisar la cuenta. Pensaba más o menos eso, aunque sin ningún adjetivo, sólo con fastidio, mientras dudaba entre resignarse al buen tiempo o fabricarse un afuera encapotado, oscureciendo otra vez el departamento mediante el artificio de las persianas. Pero no hacía ni media hora que las había levantado, y desde ese mismo momento la había estado persiguiendo cierto rumor que la obligaba, vaya uno a saber mediante qué mecanismo, a dejarlas como estaban y apagar las luces. El rumor era ese día indescifrable, pero poderoso como siempre. El judaico sentido del deber prescribía austeridad y ahorro en el consumo de la energía eléctrica. Era un mandato que, habiendo partido del puesto más remoto de sus antepasados, había surcado los mares atravesando la fila india de las generaciones, dejando en cada una de ellas su marca rutilante y triunfal. Afortunadamente esa mañana Emma no había desplegado totalmente las antenas todavía, y el texto del mandato se diluía en las interferencias; sólo la alcanzaba un rumor mohoso, como en sordina, apagado por el manto de las algas. De todos modos era suficiente: el rumor llegaba como una señal vaga pero imperiosa; ella lo recibía como la sensación de un desarreglo, como quien presiente que los retratos de sus muertos han amanecido torcidos en la habitación contigua. Persistir entonces con las luces encendidas hubiera sido como pretender enderezar la pared. Pero por suerte el departamento no tenía más que un ambiente, y además Emma mantenía todavía las antenas medio replegadas, por lo que no alcanzaba a tomar plena conciencia de la determinación ancestral del desarreglo. Confundía el rumor, la señal, incluso la sensación misma de desarreglo, con el fastidio, lo único que esa mañana era de su propia y entera cosecha. Ignorándolo casi todo esta vez, poseída como una zombi por el mandato indescifrado, se disponía a apagar por fin el velador de la mesita que durante media hora había logrado dilatar la condena. La sentencia era justa: la redundancia es un crimen, aquí y en el Congo Belga. Pero la fracción lúcida de Emma renegaba de su función de verdugo y se acercaba al velador con la congoja de una despedida. Y mientras hurgaba detrás de la mesita buscando el interruptor, el timbre del teléfono le hizo girar sobre sus talones y encaminarse hacia la pared contraria. No quedó claro si pensó en la absolución del gong o si no pensó en nada y fue a levantar el tubo sólo por obedecer la contraorden.

1 comentario:

Veronica Federman dijo...

para cuando el fragmento 3???
me acordaba de nuestro taller virtual de hace unos años, con fede...
besos, y quiero más!