17.8.10

       Llevo días sin probar el almíbar del sueño. Me baño en agua dulce mientras estoy despierta, y cuando duermo, caigo, pero sin alcanzarlo nunca. Sólo caigo. Interminablemente. Noche tras noche, desde hace días. Y un trozo de plomo, liado a mi garganta, dibuja una pendiente perpendicular a la llanura de su espalda, al relieve de sus piernas.
       Cuando escribo le pongo color al agua. Azul en el comienzo de las frases, rojo en los puntos. En los puntos, flash a los ojos, chispas que lo enciendan, sangre roja para el príncipe de sangre azul. Almíbar para sus noches (se lo guardo todo, servido en el cuenco de mis manos, tibio, brotando de mis muñecas). Y después me recuesto a esperar la mansedumbre del silencio. A proseguir la caída. Con los puños ahuecados contra el pecho para que el viento no robe mi placebo, mi cuota escatimada, mi duración en el transcurso. Y caigo, renunciando a las mañanas, pendiente sólo de mi término, de los centímetros, de lo que dista. Y no veo el momento de alcanzarlo para darle mi vida.

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