Las historias no tienen un comienzo. Es la voz que las cuenta, los dedos que las estampan contra el papel, los que empiezan un día determinado y a una hora precisa. Antes de ejercer semejante violencia, las manos vagabundean, se crispan contorsionando el vacío, y el aparato fonador se demora retorciéndose en gemidos y carrasperas. Si hay algo que los lleva a ensayar el artificio de un comienzo es que, sin duda con ojos errantes y disfónicos, vislumbran la necesidad de un final.
1 comentario:
Pero lo que hace que los finales no sean siempre necesarios es su obstinación inmemorial en venir solos y sin que se los llame. Hay de todo tipo, suaves y violentos, alegres, desgarrados, dormidos, gritados, festejados, hundidos. Son tan inevitables como pueden ser de odiosos o liberadores. Eso no hace menos violentos los comienzos. Yo, por mi parte, sigo confiando en la potencia de las continuaciones.
Beso.
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