Una cicatriz –imposible no decirlo, rencorosa– traza un surco no muy regular sobre la piel de Cristina, a unos cinco centímetros por debajo del ombligo. Se hunde en la carne como un mordisco y luego se pierde en el interior de la bombacha, en un terreno que ahora se reserva.
Cristina ha sido madre, es un hecho. Ocurrió hace unos dieciséis años, y por cesárea. Lo que salió por la incisión está en estos momentos –eso cree, eso espera– mirando la televisión en la mejor habitación de la casa, la más aireada, la más luminosa. Esas cualidades no deben resultar muy notorias ahora, porque es de noche, y el calor en estos días está tan insoportable, que hubo que cerrar las ventanas y encender el aire acondicionado. Pero créanme lo que les digo: esa habitación es la mejor, incluso, la más grande, y además, por ser la última del pasillo, la más apartada de los ruidos de la casa, tiene la ventaja de ser la más tranquila. Es una habitación perfecta para la recuperación de un enfermo, perfecta. Fue justamente eso lo que pensó Cristina cuando, hace cosa de seis meses, se decidió a comprar este chalet en La Lucila.
Hubo también otros motivos, claro. Pero si bien todos le parecen igualmente inocentes, a Cristina no le resulta igual de fácil confesarlos. Hay uno que se lo podría haber dicho en cualquier momento a cualquiera, pero nadie preguntó. Ni siquiera Julieta. Imaginemos, sin embargo, que alguien, la Dra. Guzmán, por ejemplo, le hubiese hecho la pregunta: Y contame, Cristina, ¿por qué te mudaste a La Lucila? Entonces seguramente Cristina habría izado las esquinas de los labios, habría mostrado los dientes, los mismos dientes que la misma Dra. Guzmán cinceló en su boca agradecida, y habría respondido con un acceso verborrágico cuyo comienzo podría haber sido éste: Es que La Lucila es una zona muy linda, doctora. Supongo que usted conoce. Hay mucho verde. Es muy tranquilo. Y es cierto. En La Lucila, los autos se deslizan por el pavimento con una suavidad inédita, como si llevaran un silenciador, o como si en lugar de asfalto hubiera alfombra. Cada cual tiene su jardín, cada cual su pileta, los espacios comunes se reducen estrictamente a los que impone la calle, y casi nadie siente la necesidad de interactuar con nadie. Es una zona verdaderamente muy linda, Cristina tiene razón. Pero antes de que llegara a largar el segmento de estos últimos comentarios laudatorios, que exigen una sintaxis un poquito más compleja que los primeros, mientras todavía estuviera reuniendo las palabras necesarias, la Dra. Guzmán ya habría tenido tiempo de asentir con dos inclinaciones de cabeza, pausadas y profundas como las hace ella, se habría dado por satisfecha, y seguramente ya habría pasado a la próxima pregunta: Cristina, ¿cuántos pacientes me citaste para el lunes?
Pero no, ni siquiera ese motivo podría confesárselo a cualquiera. Y mucho menos a la Dra. Guzmán, no justo a ella, que no sabe, y por nada del mundo se tiene que enterar, que Cristina compró una casa en La Lucila. ¿De dónde habrá sacado la plata?, sería lógico que le despertara la curiosidad, aunque tratándose de la Dra. Guzmán, que es tan gentil, y que cada vez que encuentra una punta escabrosa la pule para que no lastime, una pregunta como ésa, incluso viniendo de una dentista, sonaría demasiado incisiva. Podemos estar seguros entonces –Cristina pondría las manos en el fuego– de que una pregunta así, todavía más puntiaguda que cualquiera de las piezas de su instrumental, nunca llegaría a la boca de la Dra., o por lo menos nunca asumiría la segunda persona para venir a integrar la serie de las preguntas con las que la Dra., entre paciente y paciente, invita a abrir la boca a Cristina. La descartaría inmediatamente, igual que el par de guantes después de cada consulta, y aunque a diferencia de los guantes, la pregunta quedaría sin uso, la Dra. Guzmán buscaría enseguida una nueva: ¿Cómo anda Julieta, que hace tanto que no la veo? Pero, puestos a conjeturar, quizás es más probable que la Dra. Guzmán optara por un retorno decoroso al área profesional –¿Llamó el mecánico? Este hombre me anda debiendo una prótesis…–, y dejara para otra ocasión las visitas a los territorios personales que, según se sabe, si bien la cortesía las patrocina de vez en cuando, la mayor parte de las veces las desaconseja.
Aunque existe incluso otra posibilidad, y es que, tratándose de la Dra. Guzmán, ella que es tan distraída, la curiosidad no llegara a presentarse sino bastante más tarde, cuando volviendo a casa con el auto, y queriendo encender la radio, apretara por error el botón cuya única función es la de mostrar la fecha, y entonces reparara por primera vez que estamos a día 30, y eso que tuvo delante de los ojos durante toda la tarde cientos de calendarios, porque si hay algo que sobra en el consultorio son calendarios, chiquitos, de escritorio, grandes, de pared, con la marca de un cepillo dental, de un colutorio, de un dentífrico, pero no sería raro que la Dra. Guzmán se apercibiera recién a la noche, cuando ya no faltaran tantas horas para que el botón mostrara el principio del mes siguiente, que estamos a día 30, y no fuera sino recién entonces cuando se acordara de que todavía no le pagó a Cristina. Qué papelón… Y qué problema, justo ahora que viene el fin de semana, a lo mejor Cristina necesita el dinero… ¿Y por qué no me habrá dicho? Ay, Dios, esta mujer… Y es posible que ni la propia Dra. Guzmán supiera aclararnos, en este caso, a cuál mujer haría referencia el suspiro, o si sin saberlo estuviera avalando, al menos parcialmente, la hipótesis de aquella vieja canción de Vox Dei. Pero lo relevante es que sería tal vez en ese momento, recién en ese momento, cuando el hilo del pensamiento se desovillara hasta el punto en el que la pregunta alcanzara su formulación. Una simple asociación de ideas, ningún gran despliegue, nada que un cerebro incluso cansado no pueda remontar fácilmente: de la presunta necesidad de dinero a un dispendioso gasto reciente no hay más que unos pocos centímetros de ovillo.
Uno de los focos del baño se puso a pestañear. Clac, acaba de decir, y se apaga. No hay nada que hacerle, por más sofisticadas que sean, por más caras, carísimas que sean, por más dicroicas, halógenas, fotosintéticas, termodinámicas, hipostáticas, por más modernas que sean, tarde o temprano todas las lamparitas se queman. Cristina deja caer el ruedo del camisón y levanta los ojos. En la columna de la izquierda, el foco del medio no sólo está apagado, sino también ennegrecido. Ahora son siete, pero recién eran ocho las lamparitas –cuatro a cada lado– que enmarcaban el espejo, igual que en un camarín. El espejo con todas sus luces estaba ya en la casa cuando Cristina la visitó por primera vez con el empleado de la inmobiliaria. Los artefactos quedan, le había dicho, y quién sabe si, dentro de los motivos más difíciles de confesar, no estaba también éste. Hay cosas que uno no puede comprar, aunque tenga la plata. En el caso de Cristina, este tipo de espejos es una de esas cosas. Pero si el espejo ya estaba ahí, ¿quién podría decirle nada? Nadie decide comprar un chalet por el espejo del baño.
Y a pesar de que el espejo ya estaba ahí vaya uno a saber desde cuándo, a partir del momento en que entraron buscando en dónde apoyar las manos, e incluso durante el tiempo en que duró eso que amenazaba con definirse en un desmayo pero que finalmente no lo hizo, los ojos de Cristina habían estado esquivando meticulosamente el encuentro con esa fosa abisal. El espejo –quién mejor que Cristina para atestiguarlo– es una zona aún más seductora que La Lucila, pero también más peligrosa. Se oferta como una plataforma que promete sostener el peso de la imagen y devolverlo intacto, pero periódicamente, y sin que ninguna señal anuncie la inminencia del desastre, su superficie se resquebraja como una plancha de hielo y la imagen se llena de esquirlas. Y eso sólo si logra pegar el salto antes de caer y sumergirse en la profundidad.
Hace tiempo ya que Cristina ensaya cierta distancia con los espejos. Sobre todo si no está muy vestida. Sobre todo en verano, cuando a pesar del aire acondicionado, no hay hielo que persista. Y entonces es probable que el asunto de la lamparita haya sido una trampa. Porque después de haber estado resistiendo con un estoicismo sublime –máxime si pensamos que la amenaza de un desmayo en general logra que la mirada se abandone en cualquier parte–, un pestañeo, un clac, y ahí la tenemos, completamente entregada, indefensa, sorprendida de lleno por la imagen del rostro que la engarza. Un rostro anguloso, huesudo, y repleto de esquirlas.
Con la celeridad de una madre que arranca a su bebé de las garras de un enchufe, Cristina pega el salto y aparta la mirada del espejo. Pero en el movimiento, en la retirada descendente con que los ojos se deslizan hasta el borde del témpano para arrojarse a la mesada, involuntariamente barren con las pupilas el trayecto, y entonces se topan con el escote del camisón, que hubiera sido una buena arista de la que asirse para pegar el frenazo, pero no les da el tiempo, y entonces resbalan sobre la curva del pecho y se llevan –es inevitable–, como última imagen de la huída, las manchas rosadas de los pezones que se transparentan bastante más abajo de la altura a la que los ojos, de haberse propuesto una búsqueda, habrían empezado a buscar. Lo que es la falta de costumbre. Y es que hace bastante tiempo ya que los ojos de Cristina no se proponen esa clase de pesquisa.
Más abajo todavía, la gota sigue cayendo. Esta vez el dedo se lanza solo al camino de la canilla a los labios; mientras tanto, la otra mano, entera, arrebatada, estrangula en un súbito arranque de cólera el cuello del grifo. Es un clásico, el empeño de cerrar lo que ya no se cierra. Cristina no tenía sed, pero de todos modos la gota volvió a caerle en la garganta. Ahora rueda seguramente por el esófago. Imposible detenerla. Al final cae inexorable en la bolsa del vientre y Cristina siente –no es la primera vez– que por adentro también tiene costuras, y que de un momento a otro van a reventar. La gota la dejó al borde de la hidropesía, y sin embargo, la muy cretina acaba de darle una idea.